
El anciano
—Interesante… —murmura el anciano.
Enterrado en una pila de libros y manuscritos, el hombre que se sienta al otro lado de la mesa estudia el pergamino que le has entregado. Sus ojos se esconden tras un manto de arrugas, mas no se apartan del documento ni un instante. La pipa que porta en su mano libre humea, lo que empapa la estancia en un olor que no terminas de reconocer.
—¿Dónde has encontrado esto, muchacho? —te pregunta aún con la atención en el escrito.
—En la última mazmorra que me encargaron despejar, señor. Al final sólo era una plaga de ratas, pero creo que alguien vivió ahí antes. Lo encontré en un cofre cerrado. —Señalas el pergamino con la cabeza.
Tus manos permanecen entrelazadas sobre el regazo en un intento por mantener la calma, pues la presencia de este hombre te inquieta. No es temor lo que sientes hacia él, sino un profundo respeto, ya que este anciano goza de la fama de ser el mago más poderoso de toda la región.
—Es antiguo. Mucho más antiguo que yo mismo —sentencia.
Desatendida desde hace rato, su pipa se apaga hasta que deja de humear. El olor que no reconocías y que impregnaba la sala se desvanece, lo que deja nada más que el característico aroma de los libros.
—¿Lo has leído? —inquiere mientras dirige los ojos a ti y arquea una ceja.
—No, señor. No sabría cómo. —Le mantienes la mirada por un instante, pero la apartas al cabo.
—Mejor. Esta magia no debería rondar por las manos de aventureros inexpertos.
Sin decir más, deja reposar la pipa sobre la mesa y enrolla el pergamino mientras se levanta. Su figura se alza como una aparición, envuelta en una túnica grisácea que ondea ante la falta de volumen del hombre. Su cuerpo aparenta ser frágil, pero sus pasos avanzan con una firmeza que sólo has visto ostentar a los paladines y caballeros reales.
—Me quedo esto, jovencito. —Se detiene en una estantería tras de sí y guarda el pergamino en un hueco en el que jurarías que ya había un libro.
—Lo comprendo, señor. Pero…
—Te pagaré por cada pergamino, libro y documento que encuentres en esa mazmorra —te interrumpe—. Cuanto más antigua la magia que posea, más te pagaré. ¿Trato hecho?
Parpadeas varias veces antes de asentir con la cabeza.
—Bien, bien.
Con una sonrisa en los labios, el anciano retorna a la mesa y se deja caer en el asiento. Su mano derecha se lanza contra la pipa, que se enciende con un fogonazo antes de que sus dedos la toquen. Una humareda sale despedida hacia el techo e inunda de nuevo la estancia con ese olor que no eres capaz de discernir.
—Tu parte por este pergamino. —Te entrega una bolsa con monedas que no sabes de dónde ha sacado—. Parte cuanto antes, muchacho. No te recomiendo explorar esa, ni ninguna otra mazmorra, durante la noche.
Todavía aturdido por su oferta, permaneces sentado en la silla durante un momento en el que no eres capaz de contener la curiosidad que te provoca su magia, pues, cuando vuelves a mirar en la estantería, el pergamino ya no está en su lugar.