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El Callejón

—¿Consigues verlo? —te pregunta Astrid de puntillas en un intento por asomarse sobre tu hombro.

  Decoradas con cientos de pendones y guirnaldas que ondean bajo la brisa del atardecer, las calles de la ciudad se engalanan prestas a celebrar los festejos de Daara; la diosa de la luna, la cosecha y el amor. Las antorchas iluminan el crepúsculo con su hipnótica danza mientras que las gentes, arremolinadas a su alrededor, beben y ríen entre sí en un tono tan elevado que no te permiten utilizar el oído para localizar a tu presa.

  Con nada más que silencio, respondes a la novata que te han endosado en contra de tu voluntad e inspeccionas palmo a palmo la calle, mas no encuentras a aquel a quien buscas. Tras tomar aire y lanzarlo en un suspiro que trata de apaciguar tu creciente tedio, tiras de la capa que te cubre los hombros y escondes la empuñadura de tu arma, pues no te interesa que ningún ojo se percate de ella.

  Sin mediar palabra, emprendes marcha sobre el empedrado. La irregularidad del suelo te muerde los pies a pesar de lo grueso de tus suelas, pero no consigue distraerte de tu objetivo. El eco de tus pasos queda ahogado por el bullicio de los habitantes, que parecen aglomerarse un poco más a cada paso que avanzas hasta que tu visión y tu andadura se ven obstaculizadas. En un gesto del que nadie se percata, apartas a varias personas mientras mascullas un hechizo que, de hallarse cerca tu presa, te revelará de inmediato su posición.

  Apenas parpadeas, pues tus ojos permanecen atentos a cualquier movimiento extraño que pueda producirse ante tu presencia. El palpitar de los corazones de las gentes en derredor generan un amasijo de latidos, algunos rápidos, otros profundos, que te embotan la mente de forma tal que te ves obligado a conceder más importancia a la vista que al oído. La luminosidad que proporcionan las antorchas, cegadora para una visión como la tuya, te fuerza a contraer las pupilas hasta que son apenas una rendija en el fondo de tus iris.

  —¿Alcanzas a verlo, hechicero? —La voz de Astrid resuena a tu espalda como el repicar de una campana, lo que te desconcentra e interrumpe tu hechizo.

  En un gesto pausado, detienes la marcha y te giras hacia atrás hasta que clavas tu mirar en ella. La diferencia de altura entre ambos hace que la joven, dos cabezas más pequeña que tú, trague saliva y pose la mano derecha sobre el pomo de su espada.

  —No trabajo con prisas, muchacha —gruñes áspero—. Si te da miedo, tal vez debieras haberte quedado en el castillo.

 —No tengo miedo, hechicero —responde mientras estruja el cuero del arma hasta arrancarle un crujido inaudible para cualquier oído humano—, pero se acaba el tiempo. Si es cierto lo que dice el consejero del rey, ese hombre podría…

  No le concedes tiempo para acabar la frase, pues apartas la atención de ella y le das la espalda para reanudar la marcha.

  El olor que flota en el aire se torna dulce, adviertes que debido a la ingente cantidad de pasteles y tartas que comen con ansia los aldeanos. Jurarías que algunos de ellos, de ropajes ajados y piel envejecida, están catando por primera vez tales manjares. Los niños corren de un lado a otro envueltos en una amalgama de chillidos que te penetran en los sesos como una lanza mientras que la calle, más estrecha a cada paso, hace que las gentes se apelmacen ante ti de tal forma que no puedes avanzar más.

  Ahogas un gruñido en lo más hondo de tu garganta y oteas los alrededores por encima de las cabezas de los ciudadanos. Son muchas las caras que ves, pero la que buscas se resiste a mostrarse ante ti, por lo que retomas el hechizo en pos de dar caza cuanto antes a tu presa y regresar a la comodidad del camastro que has alquilado en la posada de las afueras.

  —¿Cómo te atreves, sucio hechicero, a dejarme con la palabra en la boca? —bufa Astrid con las mejillas enrojecidas—. Pienso decirle al rey que el poderoso mago al que ha hecho llamar no es más que un pedazo de imbécil que…

  En un movimiento rápido que la muchacha no es capaz de ver, le tapas la boca con una mano y hundes la atención en la bocacalle que se abre a poca distancia. Una densa penumbra habita en su interior, lo que proporciona cobijo a varias parejas de jóvenes que se aman con pasión, mas, al fondo del callejón, te parece haber visto aquello que estás buscando.

  Con sus dos manos, Astrid te agarra la tuya y trata de liberarse. Su rostro queda cubierto casi al completo por tu palma mientras que sus labios farfullan algo que queda ahogado por el cuero de tu guantelete. Tras varios intentos en los que no consigue moverte la mano ni un ápice, la soldado amaga con prender el pomo de su espada.

  —Silencio —exiges con la expresión arrugada, mas sin apartar los ojos del callejón.

  Reformulas una vez más el hechizo para descubrir que, en la parte más sombría, un destello azulado emana de una figura que se oculta en la oscuridad.

  —Por fin —sonríes en una mueca que te desencaja el semblante—. Estoy deseando cortarte la cabeza e irme a dormir de una maldita vez.

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