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La ejecución

—Atento. Está a punto de comenzar —apremia Bálor.

  Junto a ti, tu recién adquirido superior vigila sin pestañear la plaza del Imperio. A pesar de la nieve que cae con furia sobre tu capa, no hay rincón de la zona que escape a tus ojos, pues desde lo alto del edificio en el que te encuentras tienes visión incluso de las montañas Marchitas, situadas más allá de la ciudadela.

  —Ya lo veo. Tengo ojos en la cara ¿sabes? —contestas.

  Con un pie apoyado en la cornisa, te asomas hacia abajo y estudias el objetivo. A más de trescientos metros, la cuerda que has de cortar con una de tus flechas se enrolla en el cuello de un hombre cuyo tamaño no habías visto jamás. Su espalda es tan ancha que estás seguro de que podrías dormir sobre ella sin caerte mientras que su altura bien podría servirte de atalaya para disparar. A su alrededor, diez soldados lo custodian con sus lanzas, dispuestas hacia él en círculo para evitar cualquier intento de escape.

  —Sólo dispones de una oportunidad. Si fallas, habremos fracasado. No podemos permitirnos el fracaso, ¿comprendes? —Bálor se gira hacia ti con mirada severa.

  —Tranquilízate. El disparo que pides roza lo imposible, pero ya sabes que no hay nada que adore más que lo imposible. Si no, no me habrías contratado —sonríes.

 —Tengo dudas acerca de que seas el mejor. Pero no me cabe ninguna de que eres el más presuntuoso de todos los mercenarios que he contratado. —En una mueca de hastío, Bálor rueda los ojos y centra de nuevo la atención en la plaza.

  —Oye, no me degrades así. ¿Cómo que mercenario? Soy el mejor asesino a sueldo de todo el continente.

  Sin la más mínima intención de ocultar la gracia que te provoca su exasperación, te ríes mientras desabrochas la hebilla que cierra tu capa y la dejas caer. La tela de tu traje se ciñe a ti como una segunda piel, lo que te concede libertad absoluta para moverte como te plazca. Tu arco, una prolongación de tu propio ser, se yergue al frente preparado para disparar.

  —Hoy no hay suerte, amigo. Nada de sangre. Sólo una cuerda triste y congelada —susurras a tu fiel compañero de viaje.

  Fabricado en la mejor madera élfica, Rompevientos se asienta en tu mano con un peso que te reconforta como regresar a casa después de un largo día. Su color cobrizo todavía consigue acelerarte el pulso y su presencia, refinada como la de una princesa elfa, atrae hacia sí la mirada de Bálor. Tras contemplar tu arma por un momento, aparta su interés de ti y lanza un bufido, que se aleja de él en forma de vaho.

  —Sólo te pido que no falles. Nos jugamos demasiado —sentencia.

  —No vamos a fallar.

  Como si un ente mágico se apoderase de ti, el mundo a tu alrededor se desvanece hasta que no quedáis más que tú y Rompevientos. Jurarías que una voz te susurra en el oído cada vez que lo portas entre las manos. Una voz dulce, tranquila, que te indica a la perfección cómo has de colocarte y tensar la cuerda para acertar en tu objetivo.

  —La nieve… —escuchas en tu corazón—, su peso ralentizará tu flecha.

  Sin cuestionar la sensación que te invade, estiras a Rompevientos un ápice más de lo normal y aguardas mientras sientes el vello de tu nuca erizarse como acariciado por una doncella.

  —Más arriba —murmura, de nuevo, la voz.

  Obedeces.

  —Suelta el aire. Y dispara.

  El silbido que emite la flecha al atravesar el viento no es escuchado por nadie hasta que corta la soga en el mismo instante en el que el verdugo tira de la palanca y la trampilla bajo los pies del aquel hombre se abre.

  Las espadas chocan entre sí y los gritos de los soldados que pierden la vida inundan el aire. Mas tú, todavía sumido en aquella suerte de ensoñación, esperas en tu lugar, pues la voz te susurra una vez más:

  —Prepara una flecha. Bálor te traicionará.

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