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La niebla

La niebla os rodea. Tan densa que, a veces, te parece masticarla, avanzas a la cabeza del grupo con tu arma al frente. No alcanzas a ver más allá de tu nariz, ya que las nubes reflejan la luz de vuestras antorchas con tal intensidad que no estás seguro de dónde pones los pies. Mas es un mal necesario, pues sabes que, sin ella, jamás hubierais llegado tan lejos.

  Antes de que puedas dar otro paso, la mano de tu compañero se posa en tu hombro, lo que te indica que detengas la marcha, tal y como habéis acordado. El corazón te martillea las sienes y te dificulta la respiración, que se acelera cada vez más al advertir que su tacto permanece inamovible sobre ti durante un rato que se te antoja eterno.

  Las ramas de los árboles cercanos se recortan entre la niebla como los dedos de una criatura que parece querer abalanzarse sobre ti. Ni una gota de aire corre por la llanura en la que os encontráis y lo único que escuchas es el susurrar de las antorchas que portan tus compañeros, colocados en fila a tu espalda en pos de mantener una formación lo más defensiva posible.

  Sin decir nada, la presión de la mano desaparece de tu hombro, lo que te empuja a reanudar la marcha y acelerar el ritmo en un intento por cruzar este lugar cuanto antes. El firme se convierte una superficie que ya no es plana, sino que se te clava en los pies a través de las suelas como si pisaras un camino empedrado.

  Aunque bajas la mirada en un acto inconsciente, no puedes ver nada que no sea el destello momentáneo de tu espada, cuyo filo se ilumina gracias a la antorcha del compañero que camina justo tras de ti y sólo cuando tu cuerpo no la eclipsa o la niebla no la engulle. Por un momento, echas en falta el peso de tu cota de malla, que viaja guardada en tu macuto debido al peligro que entraña atravesar estas tierras con un atuendo que tintinea a cada paso.

  Cuanto más avanzas, más irregular se torna el terreno. Lo que antes te parecían piedras de tamaño reducido se agrandan hasta convertirse en rocas que te obstaculizan la marcha y que te golpean la puntera de los pies. Algunas de ellas están cubiertas con lo que se te antoja como una sustancia viscosa que te desequilibra cuando las pisas, mas ninguna consigue romper por completo tu estabilidad.

  Es entonces cuando, mientras luchas por mantener el equilibrio sobre una de estas piedras, la mano se apoya de nuevo en tu hombro. El corazón te golpea el pecho y crea una ola de energía que recorre cada uno de tus músculos. El aliento queda atrapado en tus pulmones y tu mirada busca instintivamente en derredor mientras estrujas la empuñadura de la espada.

  A tu lado, jurarías escuchar una respiración que no pertenece a ninguno de tus compañeros. Se halla cerca, tanto que la niebla se disipa en una línea recta que procede desde tu izquierda. Al otro lado de esa línea, vislumbras unos colmillos que salivan en abundancia y que brillan un momento bajo las antorchas antes de que la bruma vuelva a ocultarlos. Las nubes frente a ti se mueven en un círculo que te recuerda al que ejecutan los lobos para medir a su presa antes de atacar, lo que provoca que los nudillos de la mano con la que portas el arma palidezcan. Tus músculos tiemblan preparados para contraatacar y el estómago se te encoge ante la quietud que reina en derredor, pues nada oyes que no sea el susurro de las llamas.

  Pasado un rato, la presión sobre tu hombro desaparece. El aire atrapado en tus pulmones sale en un silencioso suspiro que arremolina la niebla ante ti mientras que tus piernas, aún temblorosas, retoman la andadura a paso ligero. No sabes cuántas horas lleváis en este lugar, mas estás seguro de que el sol ya debiera haber despuntado en el horizonte. Los árboles entre los que avanzáis, aunque escasos, te parecen siempre iguales mientras que el firme regresa a su tacto llano, como si caminaras por donde has venido. Jurarías que las nubes son cada vez más densas y que la luz de vuestras antorchas se extingue a cada minuto que pasa hasta que, sin apenas percatarte, atraviesas el arco de piedra que delimita las tierras.

  La niebla, como condenada a vivir recluida en aquella llanura, desaparece en cuanto cruzas el umbral. La luz del mediodía te golpea el rostro, pues el sol brilla en lo alto sin una sola nube que lo eclipse. Una cálida brisa te acaricia el cabello y el olor de las flores y de la hierba a tus pies te llena los pulmones con una fragancia dulce. No puedes evitar sonreír. Una risa nerviosa brota de lo más hondo de tu pecho mientras te giras hacia tus compañeros, pero se corta de golpe al percatarte de que nadie camina tras de ti.

  Al otro lado del arco de piedra, difuminados tras las nubes, los colmillos miran en tu dirección. Jurarías que un trozo de tu macuto cuelga enredado en ellos y, a sus pies, una de vuestras antorchas yace empapada en una sustancia viscosa de color rojo que gotea desde la niebla.

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