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El trato

—Es hora de pagar, muchacho —susurra la sombra.

  La guadaña que porta, forjada en un metal negro y retorcido, centellea bajo la luz que se cuela por el ventanal tras de ti.

  —No tan deprisa. Aún no has cumplido tu parte del trato. —Levantas la espada en su dirección.

  —El poder que te prometí ya corre por tus venas. Ahora, has de pagar el precio que juraste entregar a cambio.

  Tras retirar el acero de su garganta, te apoyas el filo en plano sobre el hombro y observas a la criatura. Bajo una capa que te impide ver por completo su persona, un humo opaco se escapa y se arremolina alrededor. Lo que sí puedes percibir es que la piel de sus brazos está cuarteada, como si hubiera sido consumida por las llamas de un incendio. Aunque su aspecto aparenta ser humano, el color anaranjado de sus ojos revela su auténtica naturaleza.

  —Aún no he logrado mi objetivo. Por lo que no habré de pagarte todavía, sucio demonio. —Alzas la cabeza en un gesto altivo.

  —La consecución de tus objetivos no forma parte del trato. —Jurarías que sonríe bajo la capucha—. Solicitaste poder y ya lo posees. Ahora, es momento de pagar.

  No te es necesaria mucha perspicacia para prever su ataque, pues te adelantas al tajo que lanza contra ti y saltas de tu asiento hasta que caes sobre una de las vigas que sujetan el techo. Su altura te coloca en una posición de ventaja por encima del demonio, mas la estructura cruje bajo tu peso en una amenaza de derrumbe.

  —Eres ágil, pequeño humano. Pero ¡tus acrobacias no te servirán de nada! —brama la sombra.

  En el tiempo en el que dura un parpadeo, prende la guadaña con ambas manos y se abalanza sobre ti. Su filo corta el aire en un arco que impacta en la madera donde tus pies reposaban un instante atrás, pero donde ahora no hay más que aire. El demonio, en una mueca de desconcierto, levanta la cabeza y te busca alrededor.

  —La próxima vez, demonio vanidoso, será mejor que te asegures de con quién haces tratos —sonríes.

  Apostado a su espalda y sin concederle tiempo para tornarse hacia ti, embates con el acero y lo hundes en el centro de la capa con la precisión suficiente como para atravesar su corazón. El alarido que profiere la criatura golpea las paredes y sacude los cimientos, lo que provoca que varios guijarros te caigan sobre los hombros antes de que la estructura se desmorone y te entierre en una montaña de piedra y madera.

  —Maldita sea. Otra vez —gruñes.

  Después de lanzar un bufido, cierras la mano libre y descargas un puñetazo contra los escombros que te oprimen la cabeza. Los cascotes, y lo que queda de las vigas, salen despedidos hacia arriba, lo que abre un hueco por el que puedes trepar.

  —Demonio asqueroso. No podías morirte en silencio, ¿verdad? ¿Por qué siempre tienen que chillar y tirarme la casa encima?

  Ya en lo alto de la colina que conforman los restos del edificio, envainas la espada y saltas hacia el suelo seguido por una estela de polvo. La nariz te pica a consecuencia de la nube que se forma cuando aterrizas mientras tus pulmones tosen, asfixiados.

  —¡Gracias, demonio! Ahora tendré que buscar otra acogedora cloaca en la que vivir —exclamas con los brazos en alto.

  En un intento por sacudir la polvareda que te cubre las ropas, te palmeas el cuerpo varias veces, pero lo único que consigues es extender más la suciedad.  Con un resoplido, echas un vistazo al lugar donde habías pasado las últimas lunas y lo contemplas con un atisbo de tristeza.

  —Esta cloaca me gustaba —murmuras.

  Forzado a abandonar otro de los muchos lugares donde has encontrado refugio, le das la espalda con fingido desdén y emprendes marcha hacia allí donde los demonios, deseosos de pactar con los humanos, no puedan rechazar tus poco convencionales tratos.

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