
El protector
—¡Es imposible! —brama Ren con los ojos desorbitados.
Ante ti, un amasijo de libros, pergaminos y todo tipo de documentos se unen en lo que parece ser una forma humanoide de más de cinco metros. Sus piernas, gruesas cual torreón, caminan hacia vosotros a paso lento mientras que sus ojos, dos diminutas llamas rojizas que surgen de entre las páginas, se clavan en ti con expresión severa.
Un escalofrío te sacude la columna al percatarte de que la bestia extiende lo que jurarías que es su mano en tu dirección. El inconfundible sonido de las hojas al pasar corta el aire, lo que provoca que tu mente, obnubilada por esta magnífica obra de la naturaleza arcana, no sea capaz de concentrarse en el hechizo de fuego que estabas preparando.
—¿A qué demonios esperas, Kyle? —grita Ren—. ¡Dispara!
—No creo que sea hostil —respondes mientras levantas la cabeza en pos de mantener el contacto visual con la criatura.
—¿Que no es hostil? Pero ¿qué clase de mierda llevaba la poción que te has tomado?
En un movimiento ágil que delata su experiencia, Ren desenvaina las dagas que descansan en su cinto y adapta una posición ofensiva, presto a atacar.
—¡Aguarda! —Echas la mano sobre su brazo para detenerlo.
El suelo bajo tus pies retumba con cada paso que la bestia da hacia vosotros. Estoico en tu posición, te aclaras la garganta y llenas los pulmones de aire, dispuesto a dialogar:
—Disculpadnos, noble protector, mas no guardamos más intención que la de visitar la biblioteca que tan efectivamente custodiáis. Anhelamos la satisfacción del conocimiento que allí reposa.
Con un último paso que resquebraja las losas del suelo, la criatura detiene la marcha y ladea la cabeza sin apartar la mirada de ti. Te escudriña de arriba a abajo durante un momento mientras que las hojas que le rodean los ojos se mueven en lo que jurarías que es un parpadeo.
—Me temo, joven mago, que no os está permitido el acceso —sentencia una voz cavernosa.
En un gesto plomizo, los libros que le componen la cabeza se giran hacia Ren y lo contemplan en una mueca de desaprobación.
—Y aún menos si mostráis tanta hostilidad, pequeño semiorco —concluye.
El semblante de Ren se desencaja. Sus brazos caen hacia la tierra, lo que desarma su postura ofensiva, y su mandíbula se abre de tal forma que lo despoja de su natural aspecto agresivo para dotarlo de un aire irrisorio.
—¿Hay alguna posibilidad, por remota que sea, de que nos concedáis el acceso? —preguntas mientras un calambre te recorre el cuello a consecuencia de la postura que has de guardar para no ofender a la criatura.
Ahora que se halla tan cerca, eres capaz de ver que las hojas que la conforman, salpicadas con extrañas manchas de color vino, están escritas en infinidad de lenguas que no alcanzas a comprender en su totalidad.
Reconoces la elegante escritura élfica, plagada de lazos y mayúsculas floreadas; la tosca escritura gnómica cuyas emes más bien parecen bloques de piedra; y lo que tal vez sea abisal, con una hilera impronunciable de consonantes. Pero hay otro tanto de símbolos y runas que no has visto, siquiera oído mentar, en tus muchos años de estudio.
Tras frotarse el mentón hasta que los bordes de algunos documentos se enrollan, la criatura murmura algo para sí y desvía la atención hacia un lado.
—Tal vez —responde en tono pensativo—, con una carta del señor de los Pergaminos o con un mensaje de la señora de las Runas, os permita acceder. Pero, mientras tanto, ruego os marchéis. No me agradaría tener que usar la fuerza contra vosotros. La sangre es reacia a salir de mis hojas.
Después de comprender el origen de las manchas vinosas que muestra en las páginas, tragas saliva y te inclinas en una reverencia mientras te sujetas el sombrero.
—Os lo agradecemos de corazón, oh, noble protector del conocimiento —agasajas incitado por tu incipiente deseo de salir de una sola pieza.
—Pero, si habla… —susurra Ren, petrificado en su posición.
En un gesto brusco, agarras a tu compañero y lo empujas hacia la salida no sin antes agradecer de nuevo la bondad de la criatura.
—Kyle —balbucea tu amigo con la mandíbula aún caída—. Ese bicho hecho de hojas habla…
—Sí, sí, Ren. Me he dado cuenta. Sigue caminando.
Sin mirar atrás, empellas con todas tus fuerzas al semiorco y huyes del lugar con una sensación que te aplasta el corazón y te arranca el aliento del pecho, pues bien sabes que, para acceder al conocimiento que ansías, primero habrás de hablar con la señora de las Runas. Mas intuyes que ella, lejos de querer dialogar, deseará despedazarte extremidad a extremidad tras haber abandonado su lecho al amanecer sin siquiera decir adiós.