top of page

Fascinación

—Quedaos quieto —pides con voz amable—. No podré acabar si no dejáis de moveros.

  Tras clavar sus ojos hielo en ti con una mueca que trata de intimidarte, Alaster aparta la mirada hacia la pared y permanece rígido. Los músculos de su mandíbula se le marcan bajo la piel y sus brazos, cruzados sobre el pecho, intentan poner distancia entre los dos. Sin decir nada, toma una profunda bocanada de aire y la expulsa en un suspiro que te roza el brazo.

  —No requiero de vuestra ayuda —espeta con el ceño fruncido.

  —Eso no lo pongo en duda —sonríes.

  Concentrada en limpiar la herida que le surca el rostro desde el pómulo hasta los labios, presionas con delicadeza el paño contra su piel y le sostienes el mentón con la mano libre para inmovilizarlo. Sospechas que no es que le estés haciendo daño, sino que se resiste a aceptar la ayuda que le ofreces.

  —Es un simple corte. No es necesaria esta pantomima —gruñe.

  —Teniendo en cuenta que es el segundo ataque que sufrís hoy, prefiero asegurarme de que no sea, como bien decís, nada más que un simple corte.

  Con un último roce del paño, terminas de desinfectar su herida y apartas tus manos de él, ocasión que el joven de cabellos rubios aprovecha para descruzar los brazos y tratar de levantarse. Sin concederle tiempo para moverse ni un ápice, lanzas la mano sobre su pecho y lo empujas contra la silla.

  —No he terminado —sentencias, aún sonriente en un intento por no ceder a tu lado menos amable.

  Por un instante, vuestras miradas se cruzan en una contienda en la que no se blanden espadas, mas donde sí hay un ganador y un perdedor. Su expresión arrugada y sus ojos, hundidos en los tuyos como si deliberaran de qué forma acabar contigo, no te infunden el más mínimo temor, pues mucho habría de esforzarse para alcanzar a herirte con su mandoble.

  —No necesito vuestra ayuda —bufa tras inclinarse hacia delante hasta estar a un par de palmos de ti—. No comprendo por qué demonios habéis decidido seguirme. Sé valerme por mí mismo y, desde luego, no me interesáis lo más mínimo ni vos ni vuestra causa.

  Antes de que puedas contenerte, la mercenaria que dormita en tu interior se despierta y se abre paso por tu pecho hasta instalarse en tus labios, cuya sonrisa se transforma en un gesto de desafío. Incapaz de contener el ansia que sientes por responder a su intento de amedrentarte, te inclinas hacia él y acortas la distancia entre ambos de forma tal que sientes su aliento en la barbilla.

  —Sé que sois perfectamente capaz de valeros por vos mismo. Mas Hildegard me ha pedido de primera mano que os escolte, y eso pienso hacer. Os guste o no, ahora viajo con vos. No fantaseéis con la idea de que anhelo vuestra atención, pues siquiera necesito de vuestra protección, porque, como ya habéis visto, son los demás los que bien harían en protegerse de mí. Sólo os pido que, debido a que esta unión es forzosa, no la hagáis más desagradable de lo que ya es —hablas sin apartarle la mirada.

Te hallas ahora tan cerca de él, que puedes apreciar cómo el borde de sus iris es de un azul más oscuro que el resto.

  —No queréis mi ayuda y lo cierto es que tampoco era mi voluntad concedérosla —continuas—, pues aquel castillo que habéis despreciado desde el mismo instante en el que habéis cruzado sus puertas es mi hogar y aquella a quien habéis tratado con tal desaire, a pesar de ser una gran reina, es como mi hermana. Mas aquí estoy, salvándole el trasero a un hombre que no conozco y que resulta ser un imbécil cuyo mandoble trata, sin duda, de compensar algún tipo de carencia. Así pues, os recomiendo que desmontéis de vuestro obeso orgullo y que cerréis la boca de una maldita vez.

  Sin pestañear, los ojos de Alaster te observan en una serie de movimientos rápidos que te surcan cada rincón del rostro. Su expresión ha abandonado su tentativa de intimidarte para convertirse en una suerte de sorpresa a la vez que sus labios, como si quisieran decir algo, se separan. Al cabo de un momento en el que no dice nada, se deja caer en el respaldo de la silla y clava de nuevo la mirada en la pared, lo que deja su mejilla herida a tu alcance.

  —Daos prisa. Podrían volver. —Se cruza de brazos.

  Tras prender el recipiente en el que guardas un ungüento de hierbas, arrastras tu silla hacia él y continúas la cura de su herida. No te percatas, mas los ojos de Alaster te contemplan de soslayo incapaces de ocultar la fascinación que has despertado en su alma.

bottom of page