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El puente

—No era suficiente con seguirme. Ahora, además, habéis tenido que comprar esa maldita cabra —gruñe Alaster.

  Atada a la silla de tu caballo con una cuerda larga, la cabra que has adquirido en el último asentamiento por el que habéis pasado camina junto a ti. Sus orejas se balancean con cada tranco que da mientras que la campanita que lleva amarrada al cuello, oxidada por los años, apenas tintinea. Sin saber con exactitud hacia dónde la diriges, sigue obediente tus pasos mientras te inspecciona con sus ojos de pupila alagada.

  —Yo creo que es una buena compañera de viaje —sonríes.

  —¿Os burláis de mí?

  —Nada más lejos de mi intención.

  Tras lanzar un bufido al aire, el joven de cabellos rubios regresa la mirada al frente y continúa la marcha en silencio. Su caballo avanza sobre el camino por el que transitáis a ritmo tranquilo, lo que genera el característico sonido de los cascos contra la tierra. A lo lejos, las montañas a las que os dirigís se dejan ver abrazadas por la neblina del amanecer mientras que el bosque que os rodea, cortado en dos por el sendero, os deleita con el canto de los pájaros y el ulular del viento.

  —¿Ha sido Hildegard quien os ha pedido que me fastidiéis durante todo el camino? —pregunta Alaster al cabo de un rato.

  —No —respondes, aún sonriente.

  —Entonces, ¿por qué habéis comprado esa criatura apestosa? —Señala a la cabra con un gesto de la cabeza—. Su estúpida campana delata nuestra posición.

  —Me temo que no contamos con cobertura de todas formas, Alaster. El camino está expuesto y, a no ser que acechen entre los árboles, que están a más de cien metros, veríamos con mucha antelación a los atacantes en caso de emboscada.

  —Eso no responde a mi pregunta. —Su ceño se arruga en una mueca que trata, de nuevo, de amedrentarte.

 —Cuando elegisteis este camino os expliqué para qué necesitábamos una cabra, pero veo que no me prestabais atención alguna. Además, no es apestosa. Posee buena planta y tiene un color muy difícil de encontrar.

  Como si supiera que hablas de ella, la cabra levanta la cabeza para mirarte. Sus ojos, cuyo iris es mitad azul y mitad castaño, te observan con lo que sería agradecimiento si fueran humanos. Su pelaje, rojizo con motas negras y blancas, parece cambiar de patrón a cada paso.

  —Sois exasperante —resopla Alaster.

  —Gracias. —Te llevas la mano al pecho—. Vos también.

  En respuesta a tu evidente malicia, él espolea al caballo y parte al galope. Los cascos de la montura levantan una estela de polvo que te nubla la visión un instante, mas decides mantener el ritmo que llevas, conocedora de que la cabra no podría seguirte.

  —Tranquila. —Te vuelcas un ápice en la silla para mirarla—. Ya se parará en el puente.

  El animalito bala como si te diera la razón, lo que te arranca una risotada que retumba entre los árboles.

  Transcurrido no demasiado tiempo, das alcance a Alaster, que te espera al comienzo de un puente de piedra que cruza sobre un río de aguas no muy profundas, pero que, de alguna forma, son tan oscuras que parecen negras.

  —Ya era hora. Esa maldita cabra nos ralentiza la marcha —protesta.

  Aún sin contestarle, adviertes tras su caballo un cartel de madera que se alza desde el suelo. Los tablones no muestran un ápice de humedad a pesar de la cercanía del río y, escritos en ellos, puedes leer sin dificultad la frase: llamar antes de cruzar.

  —Doy por hecho que habéis visto el cartel —hablas sin conceder importancia sus palabras.

  Con un suave toque en las riendas, detienes a tu montura junto a la suya y fijas la mirada en sus ojos color hielo, que se arrugan en una expresión airada.

  —Sí.

  Sin decir más, Alaster aparta la atención de ti y ordena al caballo que reanude el camino.

  —¿No pensáis llamar? —alzas la voz, todavía en tu posición.

  —Es un puente en mitad de un bosque a los límites del reino, ¿a quién demonios queréis que llame?

  Construido hace tantos siglos que no recuerdas un mapa en el que no aparezca, el puente goza de buen aspecto. Sus piedras grises parecen haber sido extraídas ayer mismo de la montaña, pues brillan como si alguien las hubiese frotado con un paño. Ni una gota de musgo se acumula entre ellas y ni una sola mancha de barro, salvo las que acaba de dejar el caballo de Alaster al pasar, empañan su belleza.

  —Sin duda, no me prestaba atención cuando le dije por qué teníamos que traerte con nosotros —le susurras a la cabra.

  El animalito no te contesta esta vez, pues parece concentrado en mirar algo bajo el puente. Sus orejas se yerguen al frente y su expresión parece tensarse, por lo que te pones en pie sobre los estribos y te asomas para confirmar tus sospechas.

  Bajo los arcos de piedra, un extenso rebaño de cabras pace con calma la hierba que crece en la orilla. Sus colores son infinitos, desde blancas y negras hasta marrones con motas blancas, mas ninguna como la que tú has traído. Incapaz de contener la sonrisa que se te dibuja en los labios, regresas a la silla y miras de nuevo a la cabra.

  —Tiene más de las que recordaba. Pero no te preocupes, te aseguro que aquí estarás mejor que en esa granja decadente donde vivías antes —afirmas en voz baja.

  —¿A qué demonios esperáis? —grita Alaster desde la mitad del puente—. ¿Vais a cruzar o no?

  —No deberíais gritar tanto… —murmuras.

  Capaz de prever lo que está a punto de ocurrir, mueves a tu montura hasta el comienzo del puente y la atraviesas de forma que bloquee el paso. Echas tu peso atrás en la silla para guardar el equilibrio y sueltas una mano de las riendas, ya que sabes que te va a hacer falta.

  —¿Tú qué opinas? ¿Crees que se caerá o aguantará encima del caballo? —preguntas a la cabra, que permanece a salvo sobre el camino.

  Antes de que puedas apostar por lo primero, una mano tan grande como una balista emerge de las profundidades del río a gran velocidad y se aferra al puente, lo que le corta el paso a Alaster. Su caballo, con un chillido de terror, se espanta y se revuelve en el sitio con violencia tal que el joven se desequilibra y cae de costado sobre las piedras. A galope tendido, la montura huye en tu dirección.

  —¡Tenía que haber apostado unas monedas! —ríes.

  Tu caballo, forjado en el fragor de la sangre y de la batalla, no se mueve un ápice de su lugar, ya que ordenas que conserve su posición. El de Alaster, envuelto en el estruendo metálico de las herraduras, avanza frenético sobre el puente hasta que le bloqueas el paso y le ases por las riendas con tu mano libre. Tras un silbido y unas palabras amables, consigues apaciguarlo.

  —¡Eh, Alaster! Vuestro caballo dice que ya no os soporta más —te burlas mientras regresas la atención al puente.

  Él no te contesta, pues, a pesar de que jurarías que le cuesta respirar a consecuencia de la caída, se halla firme sobre sus pies y con su mandoble entre las manos, presto a abatir al trol que se alza ante sus ojos.

  Nunca has sabido qué altura posee realmente la criatura, puesto que la mitad inferior de su cuerpo siempre permanece oculta bajo el río, mas su figura musculosa y su piel verde, plagada de cicatrices y fragmentos oxidados de espadas y lanzas, lo dotan de una presencia que intimidaría a la mayoría de los hombres que conoces.

  —Vaya. No creí que tuviera las agallas de desenvainar contra él —confiesas.

  —¡Alto, intruso! —brama el trol—. Tú no llamar. Pagar para pasar.

  Todavía con el acero en alto, Alaster conserva la posición de combate. Adviertes que sus ojos te observan de soslayo en repetidas ocasiones, como si estuvieran cerciorándose del lugar en el que te encuentras.

  —¿Qué está tramando? —susurras con el ceño arrugado.

  —¿Pagar? —pregunta Alaster en un tono exageradamente alto—. No tengo oro que darte, trol. Además, no sé para qué querrías oro, no podrías comprar nada con él. No creo que haya muchos comerciantes que vengan aquí a negociar contigo.

  —Mí no oro. ¡Tú pagar o yo aplastar!

  —¿No quieres oro? —Te mira de nuevo—. Entonces no sé qué quieres, trol.

  Mientras usa sus palabras como distracción, Alaster se mueve por el puente en una serie de movimientos sutiles hasta que alcanza una posición en la que la criatura se mantiene frente a él y en la que tú permaneces a su espalda.

  —¿Me está defendiendo? —musitas.

  —¡Pagar para pasar, intruso! Nadie pasar sin pagar o yo aplastar.

  Una de las manos del trol, a la que le falta el dedo índice, se alza por encima de su cabeza y se cierra en un puño capaz de despedazar de un golpe al más robusto de los baluartes. Alaster, al percatarse del ataque inminente, estruja el cuero del mandoble y se tensa, listo para contraatacar.

  —Debería intervenir antes de que se hagan daño —sentencias a la vez que desatas la cuerda con la que guías a la cabra.

  Con la mente ocupada en tratar de discernir el por qué Alaster te defiende, aun a sabiendas de que tú eres más fuerte que él, desmontas del caballo de un solo salto y diriges tus pasos hacia el trol, cuyo puño ya cae sobre el joven a gran velocidad. Tus botas, apremiadas por el ataque de la criatura, corren sobre el puente seguidas de cerca por el tintinear de la campanita que porta la cabra. Una vez te hallas a la altura de Alaster, lo aferras por el hombro y tiras de él hacia atrás con firmeza.

  —¿Qué demonios hacéis? —brama él, que amaga con recuperar su posición delante de ti—. ¡Os matará!

  —¡Hola, Gruka! —exclamas.

  El puño del trol, tan cerca de caer sobre vosotros que una ráfaga de aire te sacude los cabellos, se detiene de golpe. La onda que crea su ataque consigue doblarte un ápice las rodillas y levanta una nube de polvo alrededor que te obliga a cerrar los ojos. Al abrirlos de nuevo, adviertes que la espalda de Alaster se halla a escasa distancia de ti y que su mandoble, lejos de defenderlo a él, se alza en pos de protegerte a ti, pues la punta se hunde en la piel del trol sobre tu cabeza y no sobre la suya.

  —¿Princesa? —escuchas la voz del trol.

  Su mano, con un gesto cuidadoso, se aparta de vosotros hasta que la luz del sol vuelve a golpearte el rostro. Como un niño que se agacha para contemplar una flor, el trol se inclina sobre el puente hasta que sus ojos quedan a la altura de los tuyos. Su semblante, de facciones duras e inundado de cicatrices, abandona su expresión amenazante para mostrar la que un amigo luce cuando lleva largo tiempo sin verte.

  —Hola, Gruka —sonríes—. Perdona a mi amigo, no sabe leer.

  Alaster, aún con su mandoble en alto, permanece en silencio. Su espalda se mueve al son de su respiración, lo que provoca que sus ropajes te rocen la mejilla cada vez que toma aire. Sin decir nada, baja el acero y aguarda con la cabeza gacha.

  —¡Princesa! —grita el trol con alegría—. ¡Ser vos otra vez! ¡Mí honrado! Gruka pedir perdón. No saber que hombre amigo de princesa.

  —No pasa nada, Gruka. Perdón te pedimos nosotros, que hemos cruzado tu puente sin avisar.

  A pesar de que Alaster te saca más de una cabeza, clavas la mirada en él, pero no alcanzas a ver nada más que los cabellos rubios que le crecen en la nuca. Al percatarte de que no se mueve de su lugar, sobrepasas su posición y te acercas al borde del puente.

  —Te hemos traído esto por las molestias, viejo amigo. Espero que te guste.

  En un movimiento suave, tiras de la cuerda con la que mantienes atada a la cabra y se la enseñas a Gruka, quien estira el dedo índice de su mano intacta y lo acerca al animalito. La cabra le olisquea durante un momento hasta que le propina un par de lametazos.

  —¡Princesa! —Jurarías que sus ojos se empañan—. ¡Ser perfecta! ¡Mí no tener otra igual!

  Con la delicadeza digna de una doncella real, el trol recoge entre las manos al animalito, lo despoja de la cuerda y la campana, y lo suelta en la orilla del río, donde el resto del rebaño recibe a su nueva compañera con curiosidad.

  —Mí agradecido con princesa. —Se inclina en una reverencia—. Poder pasar por puente cuando desear.

  —No soy ninguna princesa, Gruka —respondes—. No es necesaria ninguna reverencia.

  —¡Vos ser princesa! Princesa de hombres guerreros. Mí ver con propios ojos.

  Tras un instante de cavilación, y después de muchos años, caes en la cuenta de por qué Gruka te llama princesa. Pues, a pesar de que ahora sirves a la reina Hildegard con honor y justicia, el fantasma de un pasado en el que no te regías por tan nobles principios aún te persigue.

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