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Hefna Trenzarrubí

Con un último esfuerzo, alcanzas la parte más alta de las escaleras. La nieve que todavía cubre los peldaños te cruje bajo las suelas mientras que tu acero, que te sigue con lealtad incluso cuando lo portas envainado al dorso, choca contra tu escudo al detener la marcha. Ante ti, la puerta de El Enano Rollizo se muestra robusta como su nombre, reforzada con unas piezas de hierro que abrazan los tablones y cuyo brillo te recuerda al del filo de un hacha recién afilada.

  Sin perder tiempo, apoyas la mano contra el portón y lo empujas hasta que se abre por completo. Desde lo más profundo de la estancia, una cálida brisa te acaricia el rostro junto con el olor de la carne estofada. Incapaz de ocultar el gozo que te produce esta sensación, cierras los ojos y aspiras una bocanada del aroma que inunda el aire. La sonrisa que esbozas deja al descubierto cada uno de tus dientes y te moldea las pecas hasta que no son más que un cúmulo de puntos bajo tus ojos.

  Tras concederte un instante de disfrute, avanzas a paso firme y atraviesas el umbral. La puerta se cierra a tu espalda con un estruendo, pero no alcanzas a oírlo, pues el bullicio hace vibrar cada muro y columna del interior. El fuego en la chimenea del fondo calienta a los que recuperan fuerzas junto a él y dota a El Enano Rollizo de un aura hogareña, lo que lo convierte en el lugar en el que más amas estar de todos los rincones del reino.

  Ya puedes saborear el gusto especiado de la carne cuando diriges tus pasos hacia el mostrador. Tras él, se alza un enano de barba todavía corta, tan negra como un cuervo y decorada con un mar de trenzas y anillos. Incapaz de apartar sus ojos grises de ti, Roderick se recoloca la barba y te ofrece una sonrisa que no consigue ocultar el tono ruborizado de sus mejillas.

  —¡Hefna! —exclama con mirar centelleante—. ¡Tu mera presencia es un regalo para nosotros!

  —Hola, Roderick —sonríes mientras apoyas los codos en la barra—. Sabes que nada me llena más de alegría que venir aquí después de un día demasiado largo.

  —¿Mucho trabajo?

  —El de siempre —suspiras—. Parece que esas condenadas criaturas se vayan haciendo más fuertes cada vez que las atravieso con mi espada.

  El semblante del enano adopta un gesto de preocupación que no pasa desapercibido a tus ojos. Sin responder en el momento, Roderick se aclara la garganta y prende dos jarras de distinto tamaño de debajo del mostrador. En un movimiento que parece pensativo, las coloca ante ti y vierte el contenido de la más grande en la pequeña.

  —Bien sabes que no tendrías por qué arriesgar la vida de tal forma. Una mujer tan hermosa como tú podría conseguir a aquel a quien quisiera. Y, quien sabe, tal vez ese alguien tenga en su haber una posada y pueda darte la vida que te mereces. —Sus manos tiemblan lo suficiente como para derramar unas gotas de vino sobre la barra.

  Tus labios se estiran al máximo faltos de entereza para contener la gracia que te producen sus palabras. En un gesto cariñoso, miras al enano y ases la jarra que te ofrece por el borde.

  —Lo sé, Roderick. Pero te aseguro que soy mucho más feliz coleccionando cicatrices que vestidos —respondes.

  Sin concederle tiempo para replicar, levantas la jarra en un brindis que él no puede acompañar y bebes un trago, tras el cual preguntas:

  —¿Sabes si Jill y Magna han llegado ya?

  Antes siquiera de que te conteste, una voz grave, cavernosa como la de un oso y firme como la cuerda de un arco, clama tu nombre a lo lejos:

  —¡Hefna! ¡Aquí!

  Con un movimiento que zarandea tus trenzas rojizas en el aire, giras la cabeza y descubres a Jill sentada en una mesa cercana al fuego. Una de sus manos se agita en alto a la vez que sus colmillos de semiorca te saludan en una sonrisa ancha.

  —Te esperan desde hace un rato —habla Roderick con tono desinflado.

  Antes de alejarte del mostrador, regresas la vista a él, te agachas hasta estar a un palmo de su rostro y tomas aire:

  —No desesperes, Roderick. Pronto encontrarás a la persona adecuada que me haga parecer una pordiosera andrajosa y que te robe el corazón de tal forma que no tengas ojos para nadie más que para ella. Te doy mi palabra.

  El mirar grisáceo del enano te observa con una expresión que refleja el dolor de su corazón. Sus labios se estiran en una sonrisa que trata de ser amable, pero que no consiguen ocultar su tristeza. Tras propinarle una palmada en el hombro, giras sobre los pies y emprendes marcha hacia la mesa donde Jill y Magna descansan.

  A medida que te acercas, adviertes cómo Magna, sin haberse quitado su puntiagudo sombrero, hunde la cabeza entre las páginas de un libro que te resulta familiar. La jarra que yace a su lado lleva desatendida largo tiempo, pues aún rebosa vino, y su báculo, apoyado contra el respaldo de la silla, parece asomarse sobre su hombro ávido por leer las mismas palabras que ella.

  —Buenas noches, ancianas —ríes mientras tomas asiento y miras a Magna a la espera de su reacción habitual.

  —Hoy no va a insultarte por llamarla vieja, Hefnita —afirma la semiorca—. Está tan hundida en ese libro como mi hacha en las tripas de un goblin.

  —Ya veo. ¿De dónde lo ha sacado? Me resulta familiar. —Te acomodas sobre la silla, lo que hace crujir la madera.

  —Es ese libro que robamos hará un par de semanas.

  —No lo hemos robado, Jill —la voz dulce, casi infantil, de Magna vibra en tus oídos a pesar de que su cara no se levanta de las páginas—. Aquel mago oscuro lo guardaba en su torre, escondido en los tablones del suelo bajo su cama. Me divertí abriendo ese candado. Lástima que no fuera más poderoso. O explosivo.

  Al borde de atragantarte, ahogas una risotada en el interior de la jarra y bebes otro sorbo. Jill suspira y te mira mientras se encoge de hombros.

—No rehúyo una buena batalla, Magna, pero lamentarte por no haber estallado por los aires es demasiado. Incluso para mí —La semiorca niega con la cabeza.

  —No hubiéramos explotado. Supongo.

  En un intento por husmear el libro, te apoyas sobre la mesa y te inclinas hacia delante.

  —¿Algo interesante? —Levantas la nariz como un perro que sigue un rastro.

  —Puede que sí. O puede que no —responde la hechicera.

  —Por todos los dioses, Magna. Déjate de acertijos y habla de una maldita vez —bufa Jill.

  Sin apartar la atención del libro, la hechicera se incorpora hasta que consigues verle el rostro. Redondeada y con unas lentes que realzan sus ojos lila, su cara emerge de entre las páginas con expresión pensativa. En un movimiento inconsciente, se recoloca los cristales antes de iniciar una lectura en voz alta del contenido.

  Tras varios minutos en los que Magna lee a tal velocidad que te obliga a contener el aliento para no perder detalle, te percatas de que el tomo habla de unos aventureros que se adentran en un bosque y dan caza a una criatura que te resulta en demasía familiar. Jurarías que es un cuento para niños, pero te resulta extraño que un mago tan poderoso tuviera algo como esto en su haber.

  —¿Es un simple cuento para mocosos humanos? —gruñe Jill a la vez que golpea la mesa con el puño.

  —No lo creo —replica Magna—. Parece algún tipo de leyenda. Esa estatua de la que habla al principio y ese monstruo que habita en las profundidades del bosque…

—Se parece a las criaturas a las que me enfrento últimamente —afirmas.

—¿Crees que el hecho de que esos monstruos nos ganen terreno tiene algo que ver con ese mago? —pregunta la semiorca, que mira con firmeza a la hechicera.

  —Teniendo en cuenta cómo lo trajimos al poblado, no creo que con ese mago en concreto. Apenas podía caminar.

  —Sí que es cierto que te sobrepasaste con él, Jill —ríes.

  —¿Sobrepasarme yo? ¡Fue él el que me lanzó un rayo en el trasero! No pude sentarme durante días y destrozó mis pantalones favoritos.

  —¿Los mismos pantalones que le robaste a aquel pobre comerciante? —te burlas con malicia en los ojos.

  Después de un corto silencio, Jill y tú rompéis a reír. Vuestras carcajadas se sobreponen al bullicio general de la posada, lo que atrae varias miradas hacia vosotras. Aunque Magna no se une, pues se mantiene absorta en el libro, esta sensación de pertenencia y hogar que inunda tu corazón reafirma el afecto que sientes por El Enano Rollizo. Pues es aquí, de todos los rincones del reino, donde más amas estar.

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