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La taberna

Las gentes que descansan alrededor, aglomeradas en las escuálidas mesas que pueblan la taberna, ríen y hablan entre sí en un tono tan elevado que te perfora los oídos. Lo que en un principio era un zumbido apenas perceptible, se ha transformado una vibración que te martillea las sienes y que te embota la mente, pues tus sentidos de elfa gozan de un afinamiento que no siempre te es ventajoso.

  —No estoy seguro, muchacho —habla Tarkin—. Atravesamos ese lugar hará poco más de una luna y no había tal campamento del que hablas.

  Sentado junto a ti, tu compañero humano, y líder del grupo que conformáis, alterna la atención entre el documento que sostiene en la mano y su interlocutor: un zagal de unas veinte primaveras y cuyo broche que porta al pecho revela su pertenencia a los hombres al servicio del alcalde.

  El documento que os ha entregado, escrito y sellado por el mismo gobernante, revela la situación de un asentamiento bandido del que se os pide que os encarguéis, ya que son numerosos los carruajes que asaltan e incalculables las pérdidas de los mercaderes que se ven despojados de sus mercancías.

  —Espero que seas más diestro con la espada que con las palabras, aventurero —gruñe el zagal—, porque parece que mis explicaciones no son capaces de penetrar tu escudo de…

  —Y entonces le dije: ¡será mejor que os calléis de una vez, señora, y que me dejéis explorar vuestras minas de oro! —vocifera Kalin, quien, a pesar de descansar en la parte más alejada de la mesa, te impide escuchar el final de la frase que el muchacho pronunciaba.

  —Una gran historia, Kalin —ríe Magus con los dientes apoyados en su pipa de madera—. Admito que esa respuesta tuya me ha cogido con la guardia baja.

  —Ya te dije que mi origen de enano de la montaña atrae a las muchachas como la miel a las moscas. Y a las no tan muchachas.

  Decidida a no prestar más atención a la sarta de idioteces que el enano suelta por la boca, ignoras la conversación entre él y el mago y centras el oído en Tarkin. Su mirada color tierra permanece clavada en el zagal con la fiereza de una flecha, mas apacible como una laguna en calma.

  —Allí no había más que camino y bosque, muchacho. Tus informantes deben estar equivocados —sentencia el líder.

  Sin decir nada, pues no quieres interrumpirle, recuperas la memoria de vuestra andadura hasta aquí. De senderos llanos y todavía con clima agradable, no recuerdas ningún encuentro ni lugar digno de mención.

  —Eso es porque no los buscabais —replica—. Esos bastardos se esconden de la vista de todo aquel que viaja por los caminos, mas nada pasa desapercibido para ellos. De seguro os advirtieron al venir hacia aquí, mas vuestro aspecto, digamos poco aseado y más bien empobrecido, les habrá parecido indigno de asalto.

  Como un sabueso que acaba de encontrar un rastro, la nariz del zagal se alza en un gesto altivo y sus ojos os recorren de arriba a abajo, lo que enciende la llama de la contienda que dormita en tu interior. El corazón te bombea una ola de energía a los músculos y tu lengua, cargada con una hilera de insultos dignos de la heredera al trono élfico que eres, se prepara para disparar tu ira sobre el zagal como una lluvia de flechas.

  Ya has cogido aire y estás a punto de abrir fuego cuando el roce de la mano de Tarkin sobre la tuya te sobresalta. Su piel, a pesar de estar inundada de cicatrices y de poseer un tacto áspero, te acaricia con una suavidad casi etérea que te acelera el pulso, mas que apacigua tu furia.

  —¿Y por qué no ha venido el alcalde en persona? —pregunta el líder mientras te observa de soslayo.

  El mirar del humano con el que llevas viajadas varias lunas te contempla con una súplica, lo que termina de convencerte a abandonar tu actitud beligerante, por el momento.

  —Nuestro querido alcalde, en su infinita sabiduría, ha decidido que es mejor que esto no se sepa —responde—. Su presencia aquí podría…

  —¿Que no se sepa? —interrumpes, incapaz de silenciarte—. Es evidente que los mercaderes y los nobles no quieren pisar este pueblucho ni aunque les paguen.

  —Pero si hablas. —Se sorprende el joven sin bajar la nariz del techo—. Creí que eras una de esas elfas que enmudecían por haber sido mancilladas por un no elfo.

  —Guarda tu lengua de insolencias, muchacho. —La voz de Tarkin se endurece—. Mi paciencia se está agotando. Habla claro o lárgate y déjanos a mi grupo y a mí descansar tranquilos. Tal vez tu vida como ayudante del alcalde te haga creer que estás cansado al final del día, pero te aseguro que blandir una espada y acabar con aquello que los demás no tienen el valor de enfrentar es mucho más agotador.

  El tono de Tarkin, inusualmente firme, silencia la conversación entre el enano y el mago, que detienen sus chanzas y miran al líder con una expresión que refleja su disposición a emplear la fuerza si es necesario. Magus sostiene la pipa con nada más que los dientes y posa una mano sobre su tomo mágico, que descansa en la mesa junto a él. Kalin, mientras tanto, prende su hacha de mano, apoyada hasta hacía unos instantes en la pata de la mesa, la levanta hasta que la deja caer en plano sobre los tablones y tensa el brazo, lo que revela unos músculos tan grandes como la cabeza de un niño.

  —Sin duda, el alcalde es un necio por aceptar tanta gentuza en nuestra bienhallada ciudad. Los aventureros como vosotros deberíais estar lejos de aquí, engañando a otros para que os paguen mientras os lo gastáis todo en vino y prostitutas —gruñe el zagal mientras te mira.

  Esta vez, eres tú la que tiene que sostener a Tarkin. Su ímpeto por levantarse de la mesa y defenderte ante tal agravio arrastra la silla sobre la que se sienta hasta volcarla con un estrépito. Gracias al agarre al que le somete tu mano, el líder permanece a junto a ti, ya que no dispone de la maniobrabilidad necesaria para saltarse la mesa.

  —Será mejor que te largues, bastardo, antes de que esta gentuza que tanto desprecias te atraviese con su espada como si fueras un conejo —amenaza.

  En un gesto despectivo, Tarkin lanza el documento sellado a la cara del zagal y permanece en su posición. Sus brazos, apoyados sobre la mesa, toman un considerable volumen ante la cólera que los recorre mientras que sus ojos tierra, apacibles hace un momento, centellean en un rostro que revela su vasta experiencia como hombre de guerra.

  Con los dientes apretados y con la tez conquistada por un evidente tono enrojecido, el zagal recoge el documento y se levanta de su asiento en un movimiento que empuja la mesa hacia vosotros. Sin decir nada, os da la espalda y desaparece por la puerta de la taberna mientras farfulla unos insultos que tú alcanzas a escuchar, mas que él no posee el valor suficiente de pronunciar en voz alta.

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