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El encantador

—¿Estás seguro de que funcionará, anciano? —pregunta el barbilampiño aventurero mientras se asoma sobre tu hombro.

  —Estos jóvenes de hoy día… —suspiras—. Soy el mejor encantador de toda la comarca, así que guardad silencio y dejadme trabajar.

  De empuñadura raída y con el filo mellado, su espada descansa entre tus manos mientras recibe uno de los muchos encantamientos que posees en tu haber. Las runas ahora grabadas en el acero centellean en un etéreo tono celeste que atrae los ojos del muchacho hacia sí y lo obnubilan de forma tal que se inclina sobre ti hasta que te roza los ropajes.

  —¿Y dices que podré blandir el poder del fuego con estas runas? —cuestiona sin apartar la mirada del arma.

  —¿Vuestra madre no os enseñó a respetar el sagrado poder del silencio? ¡Dejadme espacio y callad de una vez!

  En un intento por no ceder a tu deseo de atizarle al mocoso y enseñarle modales, te esmeras en murmurar la última parte del hechizo y perfilas la runa más intrincada del escrito. Con un vistoso, e innecesario, estallido de chispas que salpican el ajado atuendo del zagal, das por concluido el trabajo.

  —Aquí tenéis, joven. —Levantas su espada entre las manos y te giras hacia él como si portaras una pieza de incalculable valor—. Serán diez oros, si sois tan amable.

  —¡¿Diez oros?! —brama con los ojos desorbitados—. ¡Dijiste que serían tres!

  —Cierto, muchacho, son tres por el encantamiento. Y otros siete para pagar vuestra absoluta falta de respeto por el trabajo de este diestro anciano.

  El rostro del aventurero se enrojece a la vez que una de las venas que le surcan las sienes se hincha. En un gesto que él cree ser rápido lo suficiente, te arranca el filo de las manos y emprende carrera hacia la salida pero, con nada más que un gesto de los dedos, la puerta de tu morada se cierra de golpe ante él y le corta el paso.

  —Me temo, joven, que si no poseéis el dinero necesario para pagar, otra forma habréis de hallar para saldar vuestra deuda —sugieres aún con el hechizo en alto e incapaz de ocultar la sonrisa que te dota de una expresión pícara.

  Gracias a los cuantiosos años que cargas a la espalda, eres capaz de prever la reacción del muchacho y te apartas de la trayectoria de su ataque antes incluso de que él supiera dónde iba a impactar. El filo se hunde en los tablones de tu banco de trabajo mientras que las runas, todavía fieles a su creador, mantienen el acero clavado en la madera, obedientes a tus órdenes.

  Tras varios intentos de liberar el acero de tus mágicas garras, el aventurero te mira con la tez pálida y aguarda inmóvil sin soltar la empuñadura de la espada.

  —Es una suerte que mi antiguo ayudante haya desaparecido bajo misteriosas circunstancias. —Chascas los dedos en un enérgico movimiento que atrae hacia ti un delantal que ya poco conserva de su original color blanco—. Si vuestra deuda queréis saldar, para mí habréis de trabajar. Pues recordad, joven aventurero: soy el mejor encantador de toda la comarca.

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