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El caballero de la reina

—Vamos, vamos. Deja de resistirte. Tarde o temprano me dirás lo que quiero saber —susurra con sonrisa maliciosa el señor de Ríonegro.

  Armado un puñal de rubíes incrustados en la guarda, Godfrey de Ríonegro trata de sonsacarte por la fuerza una información que estás dispuesto a proteger con tu vida.

  Sin intención de ocultar la expresión de satisfacción y placer que inundan su semblante, pasea el filo del arma por tu pecho y ejerce la presión necesaria para infligirte una serie de cortes que te desgarran la piel y la abren hasta dejarte los músculos al descubierto. El calor de tu propia sangre se te desliza por el abdomen y cae al suelo frente a ti, lo que te salpica los pies descalzos y forma un charco alrededor. Aprietas los puños y tu mandíbula se tensa en un intento por silenciar el dolor, mas lo único que alcanzan es a dotarte de un gesto fiero que parece ensanchar aún más la retorcida sonrisa de Godfrey.

  Incapaz de defenderte de sus sádicos jugueteos, pues las manos te cuelgan sobre la cabeza encadenadas al techo de la celda donde te retiene, luchas por mantener el equilibrio sobre la punta de los pies, que apenas rozan el suelo. Los hombros te arden a consecuencia de soportar a plomo tu peso mientras que el corazón, a punto de estallarte bajo las costillas, te retumba en la garganta.

  Con la respiración entrecortada, clavas tus ojos en los de él en un evidente desafío y tomas aire, lo que causa que tus labios se rasguen hasta sangrar antes de hablar:

  —Por mucho que insistas, no vas a conseguir cambiar lo que siente mi corazón. Yo amo a otro —te burlas.

  El semblante de Godfrey abandona su gesto de deleite y se torna enrojecido. Sin apartar la mirada de ti, se cambia el acero de mano y arma el puño derecho hacia atrás con toda la fuerza que su todavía tierno cuerpo puede albergar.

  Con más vigor del que esperabas, el puñetazo que descarga sobre tu rostro te desequilibra y zarandea de un lado a otro como un péndulo. Los grilletes que te mantienen apresadas las manos se te clavan en las muñecas hasta adormecerte los dedos y tu visión se nubla por un instante, doliente por el golpe que ahora te arde en la mandíbula.

  —Ríete lo que quieras, fiel vasallo de la reina —habla el señor de Ríonegro mientras sacude en el aire la mano con la que te ha golpeado—, pero terminarás por ceder. Tu querida señora no va a venir en tu busca. Siempre vanagloriándose de que eres su mejor caballero y ahora, que tú la necesitas a ella, te abandona.

  Tras una breve pausa en la que toma aire y mira de forma distraída el color amoratado que lucen sus nudillos, continúa en un tono que te recuerda al gruñido de un animal:

  —Es una lástima ¿no crees? Tanta sangre derramada, tantos amigos y hermanos caídos en combate, tanto sufrimiento. Y todo para que, ahora, vayas a morir aquí solo, sin pena ni gloria.

  »Parece que tu amada reina no está dispuesta a sacrificarse por ti tanto como tú por ella, valiente caballero.

  Una ira que sólo has sentido en los campos de batalla te emerge en el estómago. Aprietas los dientes y mantienes los ojos hundidos en los suyos mientras aprecias la satisfacción que le produce haber herido tu honor, y el de tu señora, con sus palabras.

  Con una risotada, Godfrey te da la espalda y amaga con marcharse, mas se detiene a la salida de la celda y habla con el soldado que te custodia sospechas que para entregarle unas órdenes que no eres capaz de escuchar. En un chirrido que te perfora los oídos, la puerta de tu prisión se cierra tras el señor de Ríonegro empujada por el soldado, quien recupera su posición y sostiene firme su alabarda.

  —Ponte cómodo, caballero de la reina —bufa Godfrey mientras te mira por encima del hombro—, pues me temo que esta va a ser tu última morada.

  Sin decir más, retoma su andadura y se aleja por un pasillo de piedra que antojas largo, pues sus pasos se difuminan en la distancia hasta que desaparecen engullidos por las voces de, al menos, otros siete soldados que permanecen allí bajo sus órdenes. Adviertes que todos portan armadura pesada, ya que distingues el sonido de las placas al moverse, y estás seguro de que van armados, pues las alabardas generan un inconfundible eco al apoyarse contra el suelo a cada paso que dan.

  En el exterior de tu prisión, además del soldado que Godfrey ha dejado atrás, un puñado de antorchas iluminan apenas el exterior, lo que te sume en una deliberada penumbra cuyo propósito reside en penetrar poco a poco en tu espíritu y mermarlo en una batalla que no se libra ni con espadas ni con mandobles.

  Tras lanzar un suspiro al aire que más bien parece un gemido ahogado, dejas caer la cabeza hacia delante en un gesto que deja ver tu extenuación, pues careces de las fuerzas necesarias para mantener por más tiempo la, en apariencia, inquebrantable coraza de fortaleza y coraje en la que te escudas. Cierras los ojos por un largo rato en el que intentas serenar la mente, ya que no sabes con exactitud cuántos días llevas aquí. Tampoco estás seguro de poder aguantar mucho más los interrogatorios de Godfrey.

  El sabor a metal que te inunda la lengua es lo único que has catado desde que te capturó. Las heridas que te desgarran la carne no cesan de sangrar y tus extremidades se entumecen cada vez más, pues, despojado de tus ropajes y colgado del techo, el frío del oeste trepa desde las losas del suelo y te devora cual serpiente que engulle a su presa.

  Debilitado hasta el punto en el que te dejas caer sobre los grilletes sin oponer resistencia, sientes cómo el dolor que te azota cada rincón del cuerpo se difumina, no sabes si por el agotamiento o si, por el contrario, la muerte reclama tu presencia.

  Sea como sea, tu alma permanece tranquila, pues sabes que, aunque este sea el final, grande ha sido el honor que has portado contigo durante muchos años. Has servido con arrojo y lealtad a tu reina, que siempre se ha mostrado benévola contigo. Su rostro y el de tus hombres aparecen en la oscuridad de tu mente junto con una rápida hilera de imágenes que te muestran algunas de tus más atesoradas memorias.

  Con una sonrisa en los labios, agradeces la vida que has tenido. Tal vez no hayas conocido la calidez de un amor ni la alegría de una familia de sangre, mas esas carencias no te causan congoja, puesto que tu hogar y las gentes que te importan están a salvo a pesar de tu inevitable muerte.

  Estás al borde de caer dormido, tal vez para siempre, cuando un ruido ahogado, similar a un chirrido, te sobresalta. Regresas de súbito en ti y levantas la vista presto a resistir otro de los interrogatorios de Godfrey, mas lo único que encuentras en derredor es una densa oscuridad. Desconoces el tiempo que has estado dormitando, pero antojas que ha sido bastante, pues las antorchas del exterior se muestran ahora apagadas.

  Por un momento no le concedes atención, ya que el dolor de tus heridas regresa a ti como un mazazo que te aturde pero, incitado por el olor a humo que flota en el aire, caes en la cuenta de que las antorchas debieran permanecer encendidas en pos de que el soldado de Godfrey te vigile desde el exterior.

  Una sensación de recelo se abre paso en tu pecho, por lo que retomas el equilibrio sobre los pies mientras sujetas las cadenas con los dedos para que no generen ruido. Contienes el aliento y dispones los oídos alrededor en un intento por distinguir cualquier sonido que te de pistas sobre lo que ocurre, mas no escuchas el sonido de las armaduras al moverse ni el eco de las alabardas contra el suelo, sino un profundo silencio que parece haber conquistado cada palmo de las mazmorras.

  Tras un rato de vigilancia, una brisa se mueve a tu lado y te acaricia el costado con suavidad, como un agradable viento de verano que se detiene de golpe. El corazón se te encoje en el pecho al percibir lo que, intuyes, es una presencia que se desplaza entorno a ti sin crear ruido alguno, liviana y etérea como la misma muerte. La oscuridad reinante te impide distinguir qué o quién es, mas sospechas que puede tratarse de una artimaña de Godfrey para amedrentarte y sonsacarte la información que busca, por lo que silencias el temor que azota la parte más primordial de tu ser y conservas la posición.

  —Si lo que quieres es asustarme, Godfrey, vas a tener que esforzarte más —gruñes, sorprendido por la falta de aliento que aún te castiga.

Sin concederte una respuesta inmediata, la presencia camina en derredor hasta colocarse, crees, frente a ti, ya que lo único que la delata es el apenas perceptible aire que mueve con cada uno de sus pasos.

  —Me ha enviado a por ti. Y creo que ya entiendo el por qué —habla una voz femenina, dulce como la miel mas, de alguna forma, afilada cual acero.

  —¿Quién te envía?

  —Debemos apresurarnos. Aunque dudo de que se percate hasta el amanecer de que le faltan la mitad de sus soldados.

  El distintivo tintinear de un manojo de llaves resuena en la oscuridad. Sin que puedas verla, la figura se acerca a ti y toca los grilletes hasta que se abren. Carente de las energías necesarias para mantenerte en pie, te desplomas sobre las rodillas en el charco de tu propia sangre. El entumecimiento de los brazos se transforma en un perforante dolor que te aturde y que te impide moverte durante un rato en el que tu cuerpo, desbordado por la agonía, el frío y el hambre, tiembla sin control.

  —Ten —susurra la voz, que parece acuclillarse a tu lado.

  Un guante de cuero te toca la mano siniestra y te ayuda a levantarla para colocarte en la palma lo que intuyes es una bota de piel llena de líquido. Sin pensarlo dos veces, te la llevas a la boca y la aprietas con las escasas fuerzas que te quedan, lo que consigue arrancarle un chorro de agua que te humedece los labios y se desliza por tu garganta.

  Aún bebes con avidez cuando sientes que la figura te tiende sobre la espalda lo que parece ser una capa de tacto aterciopelado que te cubre el cuerpo desnudo y te protege del frío del oeste.

  —Vamos, levántate —apremia la voz mientras te ase por los hombros—. Tenemos que irnos.

  Tras arrancarte la bota de las manos, la presencia tira de ti hacia arriba hasta que consigue alzarte sobre los pies. Con un gesto ágil, se coloca bajo tu brazo izquierdo para servirte de apoyo e inicia marcha. Por la altura que posee, dirías que se trata de una mujer enfundada en un traje ceñido y escondida tras una capucha que pellizcas con el brazo, mas que no se mueve ni un ápice de su lugar.

  —Tus botas están fuera. Te las pones y nos largamos de aquí. Godfrey es un bastardo hijo de puta con cerebro y te ha traído hasta el confín de su reino, el muy desgraciado —gruñe mientras te sujeta con firmeza—. Espero que sepas montar a caballo tan bien como ella dice.

  Sin saber con certeza en quién estás confiando, te dejas guiar por la misteriosa mujer de voz dulce, que intuyes trabaja bajo las órdenes de aquella por quien tantas veces has blandido tu arma en los campos de batalla y quien, a pesar de todo, ha enviado a alguien en pos de salvarte la vida.

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