
Híldreon
Repleta de bullicio, la taberna rebosa vida con las voces y risas de aquellos aventureros que toman asiento al calor del fuego. La melodía del violín que toca un bardo novato en un rincón se mezcla con los relatos de las gestas que narran los héroes allí presentes mientras que las jarras, que chocan entre sí cada escaso tiempo, repican como campanas que celebran sus merecidas victorias.
Sentado en una mesa apartada y con la espalda protegida por una de las esquinas de piedra, aguardas con una mano en tu jarra de cerveza y con la otra sobre tu arma. No eres capaz de silenciar tu formación y tus años de servicio, por lo que vigilas con precisión cada palmo de la estancia. Varios son los aventureros, tanto experimentados como principiantes, que se resguardan del frío invernal con una jarra de cerveza entre las manos. Los más jóvenes, al igual que tú antaño, reflejan en sus rostros la alegría y el deseo de vivir las más venturosas gestas, aquellas en las que los héroes abaten bajo sus filos a las criaturas que asolan la tierra y que, tras su triunfo, los bardos cuentan a lo largo y ancho de todo el mundo.
—Has llegado pronto, perro viejo. Como siempre —te habla una voz que reconoces al instante.
A tu lado, tu buen amigo y antiguo compañero de aventuras permanece en pie con una sonrisa. Su baja estatura y su fornido cuerpo te traen felices memorias de cuando visitaste por primera vez su ciudad natal, en el corazón de las montañas del oeste. La infinidad de anillos que decoran su barba, pelirroja como el atardecer, te llenan el alma con una sensación de hogar y pertenencia que no sentías desde hace largo tiempo.
—No es culpa mía, Biarn. Tu poni siempre galopa hacia atrás y no hacia delante —ríes.
Con una carcajada que vibra en tus oídos, Biarn se sienta a tu lado y te propina una palmada en la espalda que te zarandea hasta los huesos.
—Por los dioses, Híldreon, tienes que comer más. Estás escuálido como esos imberbes de ahí.
En un gesto de desdén, señala con la cabeza a los aventureros menos experimentados que charlan al pie de la barra. Sus rostros, en mayoría barbilampiños, le sonsacan una maliciosa risotada a Biarn, que acicala su frondoso vello en una caricia que roza la vanidad.
—Me alegra el alma verte, Biarn. Y más después de todo este tiempo. Pero, dime, ¿a qué tanta urgencia? —preguntas a la vez que te llevas la jarra a los labios.
—Me temo, querido amigo, que ha despertado…
A causa de sus palabras, te atragantas con la cerveza y toses en el interior del recipiente, que te salpica la nariz con espuma. Dejas la jarra sobre la mesa, que por poco no se te escurre de entre los dedos, y clavas los ojos en Biarn mientras te secas la cara con el dorso de la mano.
—¿Estás seguro? —inquieres, todavía con escozor en la garganta.
El severo asentir con el que responde te sobrecoge.
—¿Cuándo? ¿Cómo ha ocurrido? ¿Alguno más sabe que…?
Tus preguntas se ven interrumpidas al abrirse la puerta de la taberna con un estruendo que atrae al instante tu atención. Oculta en la oscuridad del umbral, logras distinguir una figura encorvada que se apoya contra el portón. La piel de su mano se muestra agrietada, convertida en un puñado de jirones que se desprenden uno a uno de sus músculos como los pétalos de una flor marchita.
—Conozco esa expresión —murmura Biarn antes de girarse hacia donde miras.
Sin concederle tiempo para ver lo mismo que tú, te levantas del asiento y caminas a paso firme hacia la figura, que avanza con torpeza por el interior. Su semblante, ahora revelado por la luz de la estancia, ostenta un tono verdoso que te incita a prender la empuñadura de tu arma. Sus carnes parecen haber sido consumidas desde el interior y sus ojos, hundidos en las cuencas, se clavan en ti iluminados con un destello rojizo.
—¡Híldreon! —exclama Biarn mientras se levanta.
Ajeno a que toda la taberna te observa, desenfundas el puñal y lo sostienes con fuerza al frente. Su hoja, negra como una noche sin luna, desprende una sutil aura del color de la sangre que te revela la cercanía de su misma esencia hasta que, bajo tus órdenes, se hunde en el abdomen de la figura. Con un gemido apenas audible, el hombre se deja caer en tus brazos empapado en una sangre que poco conserva de humana, pues es fría y de un color tan oscuro como tu acero.
—Está… aquí —te susurra en el oído.
Su consciencia aún humana te golpea el corazón, pues permanece viva en un cuerpo infectado por un poder que, de no ser por ti, acabaría con él transformado en una criatura sin alma. Con cuidado de que no se golpee contra las losas del suelo, lo sostienes cerca y aguardas, pues no deseas que se sienta solo.
—Híldreon —escuchas a Biarn, que se aproxima a ti y contempla con rostro desencajado al hombre que yace en tu regazo.
Incapaz de responder a la llamada de tu compañero, levantas la vista del hombre, cuyos ojos derraman sus últimas lágrimas, y oteas el exterior de la posada, pues la puerta permanece abierta.
Un remolino de nubes rojizas cubre el cielo hasta devorar la luminosidad de la luna. El brillo de las estrellas queda ahogado por el ruido de unos truenos que parecen susurrar un antiguo hechizo mientras que una neblina, roja como la sangre, se adentra en la sala en busca de más víctimas con las que alimentar a su señora.
—Debemos reunir a los demás, Biarn —sentencias—. Ha despertado.